Se va el sueño de ser padres, de proyectar o de soñar un futuro para nuestra hija. Se va con ella el nombre que quise para mi hija desde la adolescencia, se muere una parte del alma y se siente como si físicamente el corazón quedara craquelado. La esperanza se va y queda una gran desolación. Esas historias que se escuchan por ahí y que parecen terribles esta vez es nuestra historia, es increíble, la inocencia se va, quizás somos menos sensibles ahora.
Andrea y Gabriel
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“Lo considerado “normal” desaparece, todo es sagrado, esto existe, y no te pasa a ti porque seas el más fuerte o el más preparado, ocurre, es más común de lo que uno cree, y uno tiene que aprender a vivir con eso, cambian los paradigmas, uno es el recordatorio de que esto pasa, el amor es lo único que nos salvó de tanto espanto”.
Stefania, mamá de Trinidad
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Ojalá no fuera así, pero la muerte de un hijo, por muy pequeño que sea, es también la muerte de uno mismo. Yo sé que no soy la misma persona de antes. Cierta yo, murió. También la mirada del mundo que yo tenía, no está más.
Las cosas, las situaciones, las personas, empiezan a adquirir otra tonalidad; es como si un velo –el que le daba bondad, a veces poesía, a todas las cosas- se levantara y todo quedara expuesto, al descubierto. Ya nada es inocente. Es como un despertar y un darse cuenta de que no todo es hecho de manera pura y con buenas intenciones. Hay dobleces, hay mezquindad, hay menos de lo que se creía. Reina, sobre todo, la liviandad. Lo que pensábamos profundo y sólido, se deja ver delgado, esquelético.
Es una muerte dolorosa, la de parte de uno mismo. Pero es también el inicio de una conquista, consistente en descubrir lo que es verdaderamente genuino. Es quizás aprender a amar la vida, tal como ella es. Sin fantasías.
Blanca